El virus de la culpa. El miedo a salir de nuestra zona de confort
Afirma Norberto Levy, autor del libro “la sabiduría de las emociones”: Suele considerarse la culpa como una emoción negativa, torturadora, que no deja vivir. Ésa es la forma disfuncional de la culpa, y es posible aprender a transformarla en un valiosísimo aliado que repara sin torturar.
La culpa es un sentimiento que aparece cuando hemos transgredido alguna norma.
Como emoción adaptativa, nos permite revisar nuestros errores y solucionar, compensar y/o reparar el daño que causamos y restablecer el equilibro. En su versión disfuncional, agrega más sufrimiento y no conduce a ningún sitio más que a convertirse en un problema más.
Efectivamente, existen desde tiempos inmemorables leyes escritas, pautas, normas y códigos sociales éticos y universales que facilitan la convivencia y la relación de las personas. A los efectos de cuidar que nadie transgreda esas normas existen los guardianes de las mismas: las autoridades.
Ahora bien, si a toda esa historia colectiva le sumamos lo aprendido en nuestro entorno más íntimo sobre los mandatos y permisos recibidos en relación a lo que está bien y lo que está mal, entonces nos encontramos con nuestro propio código ético único e individual, custodiado, por así decirlo, por nuestra voz interior culpadora. Esto significa que nosotros somos culpables, pero a su vez, también somos esa voz culpadora. Ambas conviven en nosotros y nos muestran que todo tiene, siempre, dos lados.
Existen preceptos con los que crecemos y que nuestro código ético va registrando. Hace algunas décadas, por ejemplo, estaba “mal visto” que una pareja conviva antes de casarse. Hoy, sin embargo, la convivencia está socialmente aceptada e incluso bien vista.
Lo interesante es que frente a esta evolución natural pueden pasar dos cosas: que mi código actualice el precepto original o que no lo haga. En cualquier caso, mi voz culpadora custodiará que yo actúe de acuerdo a ello sin cuestionamientos o me hará sentir culpable si tengo el deseo de convivir con mi pareja.
Claro que en este caso puntual, lo lógico sería revisar por qué sentimos culpa por esa situación y si realmente eso sigue teniendo vigencia para nosotros o lo venimos arrastrando absurda e innecesariamente (como tantas otras cosas).
Hablábamos antes de un precepto “desactualizado”. Ahora bien, en paralelo existen otros tantos que son correctos y permiten a la culpa actuar como una emoción “justa” y adaptativa y algunos otros que además de ser equívocos pueden resultar muy dañinos. Por ejemplo: “una mujer nunca debe abandonar a un hombre pase lo que pase”, “si fracasas, te abandonarán” y un sinfín de etcéteras.
La culpa puede mutar a lugares insospechados porque existen tantas voces culpadoras como individuos en planeta. No obstante, existen dos estereotipos de culpabilidad que suelen darse en nuestro entorno más cercano o en nosotros mismos. Por un lado aquellos que sienten que todo es su culpa, incluso cuando claramente no lo es y por otro, aquellos que echan las culpas a los demás de manera sistemática e irresponsable.
Sin embargo, en cualquiera de las dos hipótesis la culpa está íntimamente relacionada con el miedo a salir de nuestra zona de confort.
Veamos: en el primer supuesto, asumir las culpas en primera persona (y aunque no la tengamos) nos posiciona en un lugar de víctimas. Seguramente, esto tan malo tiene algo bueno. Cuando somos víctimas recibimos compensaciones de cariño y obtenemos la compasión de los demás. Me pregunto entonces, ¿cabe alguna duda de que esto es parte del código ético de la persona? “Si actúas de tal forma, obtendrás tal cosa”; y aquí cabe considerar las miles de formas y las miles de cosas.
En el segundo supuesto, echar siempre las culpas a los demás nos posiciona como víctimas para nosotros mismos. Quiero decir, si los demás tienen la culpa de todo, entonces no tendremos que hacernos cargo de nada; nos desligamos de las consecuencias de nuestros actos. Claro que esto también es un precepto. Sería algo así como “los demás tienen malas intenciones contigo, tú eres bueno, no tienes maldad”.
Otra vez, lo bueno y lo malo -en los dos casos- como dos caras de la misma moneda.
No obstante, como decía Levy en las palabras del inicio, podemos convertir esa voz culpadora en una voz aliada para que repare sin torturar. Para ello, necesitamos encontrarnos con nosotros mismos, revisar y cuestionar nuestro código ético personal. Preguntarnos qué hay allí que tanto nos machaca y no nos deja ser libres y avanzar.
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